Reflexión
“El que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos.”
He aquí un texto que los enemigos de la Iglesia recuerdan y comentan apasionadamente. Cristo no exaltó nunca al superior, ni al sacerdote, ni al jefe. Para él, lo que hace discípulo suyo, no es la autoridad, ni la ciencia, ni el poder, sino el servicio. Rechazó expresamente como una tentación de Satanás el dominio y el poder absolutos sobre los pueblos.
Pero todos sentimos la tentación de recurrir a esos medios de gobierno, porque nos parecen mucho más eficaces para conducir a los hombres que la persuasión, la libertad y el amor. Santiago y Juan deseaban ejercer un apostolado desde un trono, y Jesús les reveló que lo ejercerían desde la cruz.
La Iglesia tiene que convertir a los hombres por medio de la manifestación del espíritu de Dios y sus inventos desconcertantes. Y estos están expresados en las bienaventuranzas de los pobres, de los misericordiosos y de los perseguidos. Pero nosotros nos sentimos espontáneamente más a gusto sometiéndolos por medio de una organización que les dispense de escuchar al Espíritu y les obligue a obedecer a los jefes.
Cristo es el jefe y maestro por excelencia. Para saber cómo tiene que ejercitarse la autoridad en la iglesia, no hay más que ver cómo usaba él sus poderes. Para él, su reino era una sociedad radicalmente distinta de los estados y de las naciones. No se impuso a los hombres por necesidad de naturaleza, sino por opción de conciencia. Su invitación típica apela a la libertad: “Si quieres ser mi discípulo…; si quieres ser perfecto…; ¡feliz serás si obras de este modo!…” La autoridad cristiana tiene que proceder por el convencimiento, instruyendo, iluminando, persuadiendo.
Pero estos ejemplos y estas instrucciones de Jesús estaban francamente en contradicción con las ambiciones naturales de sus discípulos, y no podían triunfar sin resistencia por parte de estos. El paso tan ingenuo de Santiago y de Juan se ha repetido indefinidamente en la historia de la Iglesia. Poco a poco se ha ido mudando la noción de servicio, mientras que se concedía especial atención a los títulos, a las pompas y a los honores.
Sin embargo, lo más extraordinario que hay en la Iglesia es que su fidelidad al Evangelio le obliga a juzgarse y a reformarse sin cesar. El Concilio Vaticano II ha recordado las exigencias evangélicas de servicio y las ha confrontado con la noción y el funcionamiento de la autoridad eclesiástica.
Se vuelve a descubrir en la actualidad que la autoridad en la Iglesia no es el poder de imponer a los miembros las decisiones de un jefe, sino la capacidad de suscitar una conversión. No se trata de ordenar o de proscribir, sino de apelar a la conciencia y a la convicción. El jefe no es el que da órdenes, sino el que crea una atmósfera de fe, de amor y de respeto, una comunión de ideas y de aspiraciones.
Jesús no habló de que en la iglesia hubiera peligro de anarquía, pero denunció abundantemente el peligro de un poder eclesiástico ejercido como el poder civil. Jesús no dijo que los jefes tengan que gobernar, sino portarse como esclavos y servidores; que el verdadero jefe es aquel que más sirve a los demás.
Sólo un espíritu evangélico, sólo el espíritu de Jesús puede inspirar a los responsables eclesiásticos la forma de cumplir con esta misión. Del buen ejercicio de la autoridad, lo mismo que del buen empleo de la riqueza, es necesario decir con Jesús: “Esto es imposible a los hombres pero todo es posible para Dios”.
El único trono, el único poder, la única autoridad que Cristo les prometió a Santiago y a Juan, es amar como él, beber su cáliz, dar su vida por amor a los hermanos.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.